10/12/2024/Mauricio Saldaña, Newsweek
Revisando los casos de 2024 en Puebla Capital, entre las ejecuciones de distintas personas, he llegado a identificar hasta siete miembros de una misma familia que han sido asesinados adentro de un picadero.
Como usted sabe, un picadero es un recinto que lo mismo puede estar ubicado en una vivienda que en una vecindad o una casa abandonada. Los he visitado por montones en distintos estados de México y generalmente son lugares extraordinariamente sucios, malolientes y claro, peligrosos.
De mis trajines en esos lugares no sólo alcanzó para algunos ensayos sino para uno de los relatos más extremos que he escrito, La cumbia del diablo.
En mi Ciudad de México me he encontrado con dos tipos de picaderos: unos, en donde la clientela compra ahí mismo su dosis y pasa a consumirla y otros, en los que alguien abrió el lugar para que quien quiera pase, pague una cooperación y una vez que termine a lo que va, se retire velozmente.
Inclusive, en distintos municipios del Estado de México y en la capital he visto “fumaderos”, que serían la versión exclusiva de un picadero para fumar marihuana. En estos lugares también se puede beber una cerveza.
El problema generalizado de estos lugares es que están controlados por grupos criminales, sobresaliendo en el caso de la Ciudad de México, la Unión Tepito. Llegar a consumir un narcótico siendo vigilado encimosamente por hombres armados e igualmente intoxicados, no permite estar concentrado en el narcótico sino en identificar a qué hora se arma la gorda.
Justamente en este último punto es adonde las cosas se complican: si alguien discute con uno de los guardianes del recinto o peor aún, de la nada irrumpe un comando armado y arrasa con clientes y proveedores por igual, la condición de adicto pasa a segundo término y el mantenerse con vida es el verdadero conflicto.
Instalado en el diván de la indiferencia o la ignorancia, se dirá que los que acuden a un picadero a drogarse son una panda de marginados, viciosos y flojos que no se compran sus dosis por mensajería vía plataforma para después aplicarse el tóxico en sus domicilios. Difícilmente funcionan así las cosas en la realidad.
Quien acude a un picadero, generalmente lo hace por cualquiera de dos motivos:
Porque el narcomenudista que le surte, solo lo hace al interior del propio picadero o,
Porque quien le ofrece la dosis también es usuario y entonces consumen juntos en las mismas instalaciones, facilitando la venta.
Por supuesto, es de entenderse que en un ambiente complicado, el ir a drogarse a un picadero ofrece cierta sensación de tranquilidad si no se tiene adonde consumir la dosis. Si es imposible drogarse en donde se viva y menos aún en la calle, el picadero es la única opción.
Por otra parte, el picadero ofrece un poco de compañerismo: es posible que haya ánimo de complicidad dado que todos saben a lo que van, por lo que las críticas o las molestias pueden reducirse y así se puede pasar un rato en relativa paz.
De más está decir que, visitando algunos picaderos en Puebla, me quedó claro que el narcótico esencial que se consume es la heroína y en mucho menor grado, cristal o piedra. Y como en Tijuana o en Ecatepec, no son pocos los usuarios que van al menos, dos veces al día. Cuarenta rayas es el promedio.
Como ya lo mencioné, el enorme riesgo de frecuentar estos lugares es que un grupo criminal competidor puede llegar en cualquier momento y rociar de plomo a todos los presentes, empleándolos como escarmiento para el dueño del lugar.
Así, aparece el meollo del asunto: para un gobierno que no ve más allá de sus narices y criminaliza todo lo que no entiende, el picadero es un nido de delincuentes.
Sin embargo, antes que otra consideración hay que entender que estos recintos existen porque hay usuarios y una enorme cantidad de éstos últimos frecuentan dichos lugares porque no tienen adonde inyectarse su dosis del día o del mediodía. Dicho de una forma dura: eligieron hacerse adictos pero no tienen opciones para dejar de serlo.
Ir a un anexo es una opción seguramente tan peligrosa como ir a un picadero, porque los “expertos” que atienden a los adictos suelen ser unos redomados trogloditas que no hacen otra cosa que maltratar y expoliar, sin omitir que en cualquier momento puede llegar un comando armado a reventar gente.
Las clínicas especializadas, al menos en el caso de Puebla Capital, son escasas, caras y con todo, no ofrecen una garantía absoluta para entrar en sobriedad permanente.
Si una persona adicta a la heroína tiene que arreglárselas para juntar sus cien, ciento cincuenta pesos diarios para comprar sus curas, su vida consiste en resolver el problema del día de hoy y ya mañana pensar en otra cosa.
Así, el tema es evidente: el gobierno municipal de Puebla o el estatal deben meter las manos para mitigar las ejecuciones en los picaderos y de paso quitarle algunos territorios al crimen organizado, particularmente en las juntas auxiliares.
Abrir un picadero legal no es la gran inversión si se le compara con el portafolio de obras que los gobiernos trabajan en cualquiera de sus presupuestos. Una buena parte de su personal es mano de obra voluntaria. Adonde sí hay un gasto es en los consumibles que se usan todos los días.
El beneficio es silencioso pero medible: a las pandillas de alto impacto se les arrebata un pedazo de control territorial y a centenas de usuarios se les devuelve su condición de persona, que efectivamente seguirá siendo adicta pero al menos tiene un pedazo de dignidad y sabe que en ese lugar, si lo quiere, encontrará a alguien que le ayudará en su rehabilitación.
En estos picaderos legales, siempre hay asistencia de personas adictas y otras tantas que están bajo tratamiento que hacen labor de voluntariado para ayudar a quienes están en peores condiciones. Usuarios ayudando a usuarios.
Si usted ha vivido en Estados Unidos, recordará que los picaderos legales lograron abatir el SIDA y la hepatitis contagiados por jeringas contaminadas en cierta población, hace décadas.
Y, en estos lugares hay médicos expertos que pueden ayudar a aquella persona que decida ingresar a un programa de rehabilitación, en el entendido que tal vez el 10 por ciento de los usuarios se interese, pero es un avance.
Poner en marcha un centro en donde se permita a los usuarios de drogas duras tener un espacio controlado que reemplace al picadero es un gran paso en términos de salud pública y de le quita parte de la potestad que poseen las pandillas de alto impacto.
Eso o seguir penalizando adictos y obligarlos a que se inyecten en sitios cada vez más peligrosos. No debería haber dilema sino acción positiva.
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