02/09/2017/BBC Mundo
«Todo lo que se movía».
Con esas palabras definió el exsecretario de Estado de Estados Unidos, Dean Rusk, los objetivos de los bombarderos de su país sobre Corea del Norte durante la Guerra de Corea (1950-1953).
Los estrategas del Pentágono bautizaron la misión como Operación Estrangular (Operation Strangle, en inglés).
Fueron, según la mayoría de los historiadores, tres años de incesantes e indiscriminados ataques aéreos que arrasaron ciudades y aldeas en la república comunista, y causaron decenas de miles de muertos entre la población civil.
Según le cuenta a BBC Mundo James Person, experto en política e historia coreanas del Centro Wilson de Washington, esta es una página de la historia de su país no muy divulgada entre los estadounidenses:
«Como se produjo entre la Segunda Guerra Mundial y la tragedia de Vietnam, la mayoría del público estadounidense no conoce mucho de la Guerra de Corea».
En Corea del Norte, sin embargo, no la olvidaron nunca. Su recuerdo sigue siendo una de las razones de la animadversión que impera en el país hacia Estados Unidos y el mundo capitalista.
Desde entonces, Pyongyang vio siempre a EE.UU. como una amenaza, y la rivalidad entre ambos es causa de la tensión, ahora en auge, en la región.
Pero, ¿en qué consistió aquel capítulo del conflicto todavía no resuelto en la península asiática?
Era 1950 y las tropas estadounidenses, secundadas por una coalición internacional, combatían para rechazar la invasión de Corea del Sur por parte del Ejército del Norte.
Kim il-sung, abuelo del actual líder en Pyongyang, había lanzado a sus tropas contra el sur tras la feroz represión de los simpatizantes comunistas por el régimen militar asentado en Seúl por Syngman Rhee.
Apoyado por Stalin en Moscú, Kim Il-sung libró contra sus vecinos meridionales y Estados Unidos el primer gran conflicto de la Guerra Fría.
En una primera fase de las hostilidades, el enorme poder aéreo estadounidense se había limitado a objetivos estratégicos, como bases militares y centros industriales, pero un factor inesperado lo cambió todo.
Pocos meses después del estallido de la guerra, China, temerosa del avance estadounidense hacia sus fronteras, había decidido implicarse para defender a su aliada Corea del Norte.
Los soldados estadounidenses empezaron a sufrir cada vez más bajas a causa de los ataques envolventes de las fuerzas armadas chinas, peor equipadas, pero mucho más numerosas.
El profesor Person explica que «para el mando estadounidense era vital interrumpir los suministros chinos y soviéticos que permitían a Corea del Norte mantener su esfuerzo bélico».
Fue entonces cuando el general Douglas MacArthur, héroe de la Segunda Guerra Mundial en el Pacífico, decidió empezar con su «política de tierra quemada».
Ofensiva aérea total
Aquello supuso el inicio de la guerra aérea total contra el Norte.
Desde ese momento, todas sus ciudades y aldeas comenzaron a recibir la visita diaria de los bombarderos B-29 y B-52 de EE.UU. y su mortífera carga de napalm.
Aunque MacArthur cayó en desgracia poco después, el castigo no cesó.
Según describió Taewoo Kim, profesor de Humanidades en la Universidad Nacional de Seúl, todas las ciudades y aldeas del Norte fueron reducidas a escombros.
El general Curtis LeMay, jefe del Comando Aéreo Estratégico durante la contienda, declaró mucho después: «Aniquilamos alrededor de un 20% de la población».
Cálculos como este son los que llevaron al periodista y escritor Blaine Harden, que publicó varias obras sobre Corea del Norte, a calificar como «crimen de guerra» la acción militar estadounidense.
James Person no lo ve así: «Aquello fue una guerra total en la que todas las partes cometieron atrocidades».
Las estimaciones de investigadores como Kim hablan de que en los tres años de guerra, cayeron 635.000 toneladas de bombas en Corea del Norte. De acuerdo con las cifras oficiales de Pyongyang, 5.000 escuelas, 1.000 hospitales y 600.000 hogares fueron destruidos.
Un documento soviético emitido al poco de firmarse el armisticio en 1953 cifró en 282.000 los civiles que perecieron solo en las incursiones de los bombarderos.
Resulta imposible confirmar la exactitud de las cifras, pero nadie niega la magnitud de la devastación.
Una comisión internacional que recorrió la capital norcoreana tras la contienda certificó que no había quedado un solo edificio no afectado por los bombardeos.
Como les había ocurrido a los habitantes de ciudades alemanas como Dresde en la ofensiva final de los aliados contra el III Reich, los norcoreanos vieron sus calles y hogares devorados por las llamas, hasta el punto de que la mayoría de ellos tuvo que instalarse en diminutos refugios subterráneos improvisados para salvar la vida.
Eran poco más que agujeros.
Miedo nuclear
Mientras el mundo entero miraba a la península coreana temiendo que EE.UU. y la URSS terminarán enzarzándose en una guerra nuclear abierta, el ministro de Exteriores de Pyongyang, Pak Hen En, denunciaba ante Naciones Unidas «el bestial exterminio de civilespacíficos por los imperialistas estadounidenses».
El relato del ministro contaba que, para asegurarse de que Pyongyang viviera cercada por los incendios, «los bárbaros transatlánticos» la bombardeaban con artefactos de acción retardada que iban alternando su detonación, «haciendo totalmente imposible para la gente salir de sus casas».
Infraestructuras esenciales como las presas, plantas eléctricas o ferrocarriles fueron también sistemáticamente atacadas.
Taewoo Kim señaló que «en todo el país se hizo imposible llevar una vida normal en la superficie«.
Así que las autoridades ordenaron una movilización general y se construyeron mercados, campamentos militares y otras instalaciones bajo tierra para que el país pudiera funcionar.
Corea del Norte se convirtió en una nación subterránea y en permanente alerta antiaérea.
Según Person, «toda la ciudad de Pyongyang se trasladó al subsuelo y eso tuvo un tremendo impacto psicológico en los habitantes».
Este experto explica que ese miedo pervive hasta nuestros días y a él se debe que todavía muchos de los almacenes y dependencias críticas sigan albergados en sótanos a gran profundidad.
Durante la noche, los norcoreanos reclutados por el Estado en el marco de la movilización nacional se lanzaban a un trabajo frenético para reparar las vías de comunicaciones y plantas energéticas destrozadas durante el día por los bombardeos.
Poblaciones enteras que permanecían enterradas al caer el sol para acometer penosas tareas. El fruto de su trabajo causaba tanta sorpresa como frustración en el mando estadounidense, que veía como objetivos que sus aparatos habían destruido estaban en poco tiempo operativos de nuevo por el empeño nocturno de batallones de obreros norcoreanos.
Estabilizado el frente terrestre por la incapacidad de ninguno de los dos bandos para imponerse, la campaña aérea se convirtió en una lucha de desgaste en la que los civiles norcoreanos se llevaron la peor parte.
Finalmente, en 1953, tras largas negociaciones, se firmó el armisticio que puso fin a los combates. El presidente estadounidense, Harry S. Truman, siempre quiso evitar una escalada del conflicto que pudiera derivar en un choque directo con la URSS.
Su sucesor en la Casa Blanca, Dwight D. Eisenhower, también comprendió pronto que su país no podría mantener indefinidamente el esfuerzo bélico en la península y la muerte de Iósif Stalin en el mes de marzo alteró el clima político en Moscú, lo que facilitó el ansiado cese de las hostilidades.
La historiadora Kathryn Weathersby, de la Universidad de Corea de Seúl, explica que «sabemos por los archivos soviéticos que Stalin insistía en que las dos Coreas y China continuaran la lucha para que las fuerzas estadounidenses siguieran enfangadas en Corea por al menos dos o tres años y así los países del bloque comunista en Europa del este pudieran rearmarse sin temor a una intervención».
Sin él, el armisticio fue más fácil.
El acuerdo de paz definitivo y la reunificación de las dos coreas siguen pendientes, pero aquello cimentó el mito fundacional al que se sigue aferrando la retórica oficial norcoreana.
Los medios de comunicación del régimen norcoreano recuerdan una y otra vez a sus nacionales el enorme dolor infligido por los aviones extranjeros. Tanto Kim Il-Sung como sus sucesores Kim Jong-Il y Kim Jong-un se presentaron como artífices de la heroica resistencia que finalmente libró a la nación de sucumbir a la «agresión» extranjera.
Se trata, en palabras de Person, de «reforzar esa narrativa en la que Corea del Norte fue la gran defensa y su capacidad de disuasión mantiene a los americanos lejos».
De alguna manera, el legado de la guerra actúa como gasolina ideológica para el régimende los Kim.
También es una de las razones que explican su insistencia en desarrollar un arsenal nuclear disuasorio pese a las reiteradas condenas internacionales.
«Eligieron utilizar la historia para justificar la opresión de su gente y la miseria», zanja Person.
De acuerdo con los expertos, en su afán propagandístico, las autoridades de Pyongyang no dudan en deformar un pasado ya lo bastante brutal.
Weathersby dice que «los museos norcoreanos que recuerdan la guerra rebajan la importancia de los bombardeos, quizá porque subrayar la superioridad tecnológica estadounidense haría aflorar preguntas incómodas».
En su lugar, según explica esta investigadora, «muestran una narrativa de matanzas gratuitas supuestamente perpetradas por tropas terrestres estadounidenses».
Para Weathersby, el hecho de que la partición de la península no se haya resuelto nunca definitivamente y el potente operativo militar que el Pentágono mantiene en Corea del Sur y Japón explican que Corea del Norte siga todavía bajo una especie de estado de excepción permanente.
También que, como señaló en un reciente artículo en la BBC el analista Justin Bronk, los pertrechos y munición que el ejército norcoreano guarda junto a su frontera sur para hacer frente a una hipotética invasión se conserven en silos bajo tierra.
La guerra y el fuego que llovía del cielo hicieron de Corea del Norte en un estado-búnker. Más de sesenta años después, no ha cambiado.
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