10/03/2017/estampas
Detrás de Salvador y Hermann hubo una madre que fumaba a escondidas, una casa con fábulas en las paredes y unos hermanos que se reían de la vida.
Una niña que viajaba de El Tocuyo a Barquisimeto para ver cómo se secaban con el sol las chupetas que hacía su abuela; un niño que cuando se molestaba se subía al techo donde pasaba largas horas; y otra indagadora niña que escudriñaba en los recuerdos de los tíos en busca de su abuelo de quien no había fotografías en la casa. A primera vista parecen protagonistas que se quedaron en el tintero de algún cuento pendiente del prolífico escritor larense Salvador Garmendia, pero en realidad son parte de su familia, la generación que creció bajo el cobijo de una casona de ensueño, no se sabe si alimentándose de los relatos de los adultos o éstos reformulándose con la volátil imaginación de los pequeños.
Milagros, Omar y Mariela Garmendia son ahora los abuelos. Ha pasado medio siglo de aquellos encuentros en casa de Mamá Lola, donde ella les contaba cuentos que se inventaba viendo las manchas que la humedad dejaba en las paredes. Son sólo tres de los 27 nietos que tuvo la matrona de los Garmendia, la mujer que terminó criando, con la ayuda de dos hermanas, a sus siete hijos, entre ellos Salvador y Hermann, los que se dieron a conocer como literatos, pero no los únicos que escribían.
Sus hermanos Alberto, Armando, Omar, Alfonso y Carlos también fueron aplicados lectores, incluso algunos como Carlos probaron suerte con la narrativa y otros como Alberto, el bioanalista, disertaron sobre la ciencia, la política y la vida misma. De hecho, una conocida anécdota familiar resalta que en una ocasión Carlos, el penúltimo, escribió un cuento para el periódico literario Treceavo Mes y Adriano González León, amigo de Salvador, para «picarlo» le dijo: «Tu hermano es mejor escritor que tú». El hombre guardó un minuto de silencio y respondió con su reconocida genialidad: «Podrá ser mejor que yo, pero le durará seis meses y a mí toda la vida».
Con optimismo
Los hermanos Garmendia eran personas sencillas, alegres y amantes, sobre todo, de la lectura. En su casa había una biblioteca repleta de libros, en su mayoría, de Hermann, la única compañía de Salvador en su infancia cuando una tuberculosis lo mantuvo aislado de casi todo. Así que el ganador del Premio Nacional de Literatura en 1972 por Los Escondites, descubrió el mundo a través de aquellas letras de su hermano, quien ya tenía una importante reputación como docente, periodista y escritor. De hecho, fue el tercer cronista de Barquisimeto y un gran amante de su ciudad.
«Creo que tenemos una deuda pendiente con él. Nunca he conocido a alguien tan barquisimetano como mi tío y hoy casi nadie lo recuerda», se lamenta Mariela antes de revivir las tardes cuando Hermann la llevaba, con otros primos, a volar papagayos cerca del Obelisco y decía: «Aprovechen, porque algún día los niños no podrán venir aquí a jugar con el viento».
Al crepúsculo ahora lo divide un elevado por donde pasará el Sistema de Transporte Masivo de Barquisimeto Transbarca; sobre la casa de Mamá Lola, en la carrera 19 con calle 21, se levantó el edificio de un banco y las apacibles tardes de juegos infantiles se perdieron entre el bullicio de los carros; pero Milagros, Omar y Mariela resisten. Con una sonrisa optimista aseguran que mientras se hable, recuerde y, sobre todo, se lea a sus tíos, ellos seguirán vivos porque la verdadera muerte es el olvido.
Como la abuela
Milagros es la quinta de los siete hijos que tuvo Alberto, el mayor de los hermanos Garmendia. Es docente jubilada de Educación Media con especialidad en la enseñanza del inglés, amante de la música, toca cuatro, como buena tocuyana baila tamunangue y en su juventud escribía coplas.
«No me cultivé en las letras, pero sí en valores como el amor, la dedicación y la calidez que siempre viví en casa de mi abuela», afectos que hoy revierte a sus nietos, dos que comparten con ella y uno más que viene en camino.
Milagros era la niña que esperaba con ansias el domingo para venir a Barquisimeto. Recuerda que Mamá Lola siempre decía: «La que más se parece a mí es Milagros, con tal y no vaya a sacar mi suerte».
La casa era inmensa, con dos patios y una gallera en la parte de atrás. En uno de los solares había un estanque donde Mamá Lola ponía a secar pirulíes de caramelo con forma de animales. Mientras esperaba se metía en el cuarto de costura de sus tías abuelas, conocidas modistas de la época, con quienes aprendió a coser.
A media tarde, cuando bajaba el sol, salía corriendo a buscar la golosina. Disfrutaba el manjar, pero terminarlo significaba que el día estaba por acabar y pronto tendría que volver a su casa.
¿Siente el peso del apellido Garmendia?
«Me llena de mucha satisfacción. Recuerdo que en El Tocuyo uno se vestía con la ropa de domingo para ir a la misa. Nosotros no teníamos muchos recursos, pero mi papá siempre me decía: ‘No importa que vaya en blue jeans porque a dónde quiera que llegue usted siempre será Milagros Garmendia’. Y yo llegaba con mis blue jeans viejitos con mucho orgullo. Después que tomé en cuenta la trayectoria de la familia, de mis tíos, entendí de donde provenía tanto amor, sencillez y solidaridad».
Desde las tejas
Omar Garmendia se llama como su padre, el cuarto de los hijos de Mamá Lola. De los nietos es, junto a su hermano Alejandro y su prima Mariela, uno de los más influenciados por los tíos escritores, especialmente por Hermann a quien considera su maestro: «Fue quien me inculcó ese interés por la historia, la crónica, las costumbres del Barquisimeto antiguo y el espíritu de coleccionista».
El fruto de esa semilla sembrada por el cronista de Barquisimeto germinó en una carrera como docente de Lenguaje de la UCLA. Tiene una Maestría en Lexicografía y un Doctorado en Historia de las Ideas Pedagógicas. Ha escrito narrativa y prosa, pero la mayoría está inédita. Uno de sus cuentos se llama La gran contraseña, un texto donde describe la casa de su abuela, un lugar que siempre le fascinó porque ella le contaba historias sobre allanamientos y conspiraciones militares que él recreaba desde el techo, a donde se subía cada vez que se peleaba con sus primos.
Parte de ese paisaje de Barquisimeto, capturado con los ojos de su infancia, está plasmado en algunas pinturas que conserva en su casa y en la de otros parientes, como un homenaje permanente a ese refugio que olía a Jazmín del Cabo y donde descubrió a Don Quijote de la Mancha.
¿Siente el peso del apellido Garmendia?
«No vivo a la sombra de mi apellido. Conozco la trayectoria de mis tíos, la admiro y me enorgullece porque ellos fueron una gran influencia, ellos y la casa de mi abuela. Hermann era muy generoso, creía mucho en los jóvenes y los estimulaba, y Salvador fue quizás el primer escritor en Venezuela que se interesó por la gente del común, por esas personas que nadie toma en cuenta, un buen ejemplo es su primera novela Los pequeños seres (1977)».
¡De Leyenda!
Mariela Garmendia es considerada por sus parientes como una de las personas más preocupadas por preservar el legado de la familia. No sólo de sus tíos escritores, sino de todos. Junto con Omar y otro primo que vive en El Tocuyo están recopilando información para armar el árbol genealógico desde el primer Garmendia que llegó del país Vasco; es quien tiene la única foto del abuelo Ezequiel María porque Mamá Lola las quemó después de separarse de él, y además se ha dedicado a recuperar los trucos de cocina de su abuela.
«De Leyenda» era una expresión de la matrona para decir que un plato había quedado espectacular, y así llamo Mariela su restaurante: «La cocina tiene mucho que ver con las letras», dice refiriéndose a lo delicado y preciso que es el proceso de preparación de un plato y de un libro.
Fundó el Colegio Andrés Eloy Blanco hace 34 años, pero debido a problemas de salud se retiró de la docencia para dedicarse a la sazón y la literatura. Ha escrito las novelas La estación del fin del mundo (2001); La pluma de la garza (2004), una obra a cuatro manos junto a Celina de Despujol; y más recientemente Deshabitantes (2006).
¿Siente el peso del apellido Garmendia?
«Estudiando en la UPEL recuerdo que un profesor, cuando leyó mi nombre en la lista, me preguntó qué era yo de Salvador, y cuando le dije ‘sobrina’ me respondió: ‘Ojalá le llegues a los pies’. Escribir siempre me da miedo porque tengo adelante a Julio Garmendia, quien marcó un estilo literario, a Salvador, que fue parte del boom de escritores latinoamericanos de los años sesenta, y a Hermann, que es una referencia literaria e histórica en la región. Por eso soy muy feliz de haber nacido Garmendia, no tanto por el apellido sino por lo que significó en mi vida».
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