04/11/2017/Paula
“La confidencialidad de un sicólogo es el noventa por ciento de su pega. Dar mi nombre y mostrar mi identidad activaría la paranoia de mis pacientes, a quienes atiendo en dos clínicas privadas del sector oriente de Santiago. La confidencialidad de un sicólogo no es muy distinta a la de una puta. Ese es su valor más preciado.
Tengo 36 años y los primeros 10 años de mi vida los viví en San Antonio, junto a mi mamá, quien ejerció la prostitución en el ‘puerto rojo’. Decir trabajadora sexual es lo correcto, en términos de reivindicación, pero mi mamá fue puta, ella se refiere así a sí misma y se siente orgullosa de ello.
Soy el mayor de 10 hermanos, todos hijos de tres matrimonios distintos. Mi mamá me tuvo a los 17 y su relación con el trabajo sexual comenzó cuando a los 5 años me enfermé de fiebre escarlatina. En ese tiempo andaban por el puerto los Médicos del mundo. Mi mamá era una pendeja apuesta y flaca y se enganchó con uno de los doctores, quien le daba los medicamentos que ella no podía comprarme. Fue un vínculo instrumental: a partir de esto, yo puedo obtener esto otro. Una mujer sosteniendo una relación por conveniencia. Yo logré recuperarme. Ella se dio cuenta de que había un universo al que podía acceder para mejorar nuestra calidad de vida. Para ese entonces, éramos tres hermanos.
En las casas contiguas a las de mi mamá vive un pescador, un carabinero y una prostituta. Crecí junto a trabajadoras sexuales sin saber que lo eran. Para mí eran un grupo de tías, una especie de colectivo con matices de hermandad, de una solidaridad bien hermosa. Las recuerdo como mujeres de un carácter tremendo. No sé si las tengo idealizadas, pero en mi mente figuran como mujeres altas, arregladas, hermosas. Muy femeninas, que lucían a flor de piel su sensualidad. Sentirme abrazado por una de estas mujeronas era impactante.
Es curioso, pero mi familia es bien conservadora en términos del lenguaje. Mi mamá no dice ningún garabato, pero el hijo de puta le sale natural. Supe que mi mamá era puta cuando tenía 8 años. Sospecho que me estaba tanteando, que quería ver cuán preparado estaba para saberlo. ‘A ver, qué tanto si tú eres un hijo de puta’, soltó, sin hacer de ello una tragedia griega. Ese comentario lo sentí fuerte, mi mamá me estaba diciendo por primera vez un garabato y eso me dolía. ‘Te tienes que enterar, este es un pueblo chico y lo más probable es que alguien te diga algo, quiero que lo sepas por mí’, me dijo. Ese día lo supe, pero no lo entendí. En San Antonio, hablar de putas era como hablar de pescadores o zapateros. Además, la caricatura de la puta de puerto yo no la veía. En mi casa jamás hubo un hombre, a mi mamá jamás la vi borracha o desastrosa, y no hubo ni una sola mañana en la que yo despertara, luego de pasar la noche con mi abuela materna, y que ella no estuviera ahí, para llevarnos al colegio. Mi mamá no ejercía la prostitución en la calle, lo hacía en una de las mejores boîtes del puerto de ese tiempo, el Regine. De esos tiempos guarda fotos, la mayoría de sus clientes eran extranjeros muy poco agraciados. Mi mamá no apuntaba al pescador porteño, sino al marino mercante. Por eso, se arreglaba hasta para ir al banco. Pelo holgado, labios y uñas pintadas, tacos de aguja. Cuidarse a sí misma era cuidar la pega. ‘Nunca se sabía si ibas a estar tomando un jugo y al lado tuyo iba a pasar un cliente, con su señora. No te iba a ver feíta, pues’, me decía, cuando ya tenía 13 y entendía lo que ella hacía. De grande he vuelto frecuentemente a San Antonio. Ahora las ‘tías’ bordean los 60, pero las reconozco: su pelo, sus labios, sus zapatos. ‘La que nace puta, muere puta’, dice mi mamá.
Ser prostituta significaba convivir con un mundo de astucia, de estrategia, de organización. A veces los tipos quedaban tan borrachos, contaba mí mamá, que no llegaban ni a acostarse. Había muchas formas de ejercer la prostitución sin sexo. Cuando el tipo creía que pagaba dos whiskies para él y su acompañante, en realidad obtenía uno, y el más caro, para él, y un té para ella. Siempre me llamó la atención su ética. Jamás utilizarían o pensarían que manejan información privilegiada. La confidencialidad es su mayor capital y lo saben. Mi mamá me contaba que cada noche, en el Regine, una de las ‘tías’ se encargaba de las guaguas y los niños, para quienes había una habitación especial, en la cual estuve varias veces. Allí algunos dormíamos, jugábamos o comíamos. San Antonio siempre fue fome y cuando ya era adolescente e iba a visitar a mi mamá me iba a carretear a los prostíbulos, donde todas las ‘tías’ me conocían. Ahí, cuando tenía 15 años, confirmé que ese lugar existía: una pieza preciosa desde la cual no era posible advertir que estaba en un prostíbulo, ni los clientes advertir que los niños estábamos allí.
Nunca sufrí bullying por ser hijo de una puta, ni en el colegio ni en el puerto. Probablemente porque no era el único, había más y varios eran mis amigos. Tampoco recuerdo oír a gente que comentara o le gritara algo a mi mamá. Si así hubiese sido, probablemente se habría dado vuelta y lo habría dejado sentado. Creo que es el factor puerto. La relación de la comunidad con el comercio sexual es más civilizada porque está más visibilizada, más normalizada, y porque, en ese tiempo de dictadura, jugaron un rol importante en cuidar y esconder a los suyos. ‘Un puerto sin putas no es puerto’, decía mi mamá.
Cuando tenía 7 años mi mamá se emparejó con un cliente, un empresario muy conocido en la zona con quien sostuvo una relación durante 25 años, de la cual nacieron 7 de mis hermanos. Al tiempo después de emparejarse no ejerció más la prostitución, aunque pienso que con él sí. Era como la historia de Mujer bonita, pero con un tipo que no era ni tan generoso ni tan bondadoso como el protagonista. De alguna manera, sentía que él le enrostraba todo el tiempo dónde la había conocido. La ofendía y eso me molestaba. Le decía todo el tiempo que ella tenía a otro. Yo y él no teníamos una buena relación, razón por la cual a los 8 años me vine a vivir a Santiago con mi papá.
A mi mamá la visitaba a veces. Nos distanciamos y durante los próximos tres años surgió esta sensación de que existía, pero de que no se hacía cargo de mí. El sistema me lo empezó a mostrar: no tenía mamá apoderada, no había mamá que respondiera si me metía en problemas, ni había mamá para llevarme al doctor. Por primera vez sentí su ausencia. Llegué a una población politizada, frentista. Allí, un día apareció en una revista un reportaje sobre prostitución, que circuló de casa en casa. En la foto principal, había prostitutas, quienes daban su testimonio y posaban con una huincha que tapaba sus ojos. Las mujeres de la población reconocieron a la hija de una de las vecinas, se pararon afuera de su casa y la increparon. La trataron de indecente. Lo de mi mamá no lo sabía nadie, entendí que debía guardarlo como un secreto familiar.
Desde mi adolescencia que escucho con harta liviandad a las mujeres llamarse putas o maracas entre ellas. No me saco la taza de té de la boca para defenderlas cada vez que alguien se refiere a este oficio, pero lo reivindico. No están ni cerca de saber lo que significa, no es un deporte, no se acuestan con estrellas de Hollywood y, aunque todo el mundo alucina con el romanticismo de la obra La negra Ester, este oficio responde a una necesidad. La realidad es que te tienes que dejar besar, tocar y sexualizar por un hombre al que recién estás conociendo. No cualquier mujer lo haría y eso es digno de admirar, sin idealizar. He escuchado comentarios como ‘lo hacen porque es plata fácil’, pero acostarse con alguien que quiere saciar su morbo no tiene nada de sencillo. Sí, se gana buena plata, pero ¿a qué costo? Hay quienes podrán decir que había más opciones de trabajo, pero mi mamá era una mujer, viviendo en un puerto de comunistas donde abundaba la pobreza, en plena dictadura.
Predico un discurso feminista que se sostiene, en gran parte, por haber crecido rodeado de un matriarcado impresionante de mujeres que manejaban y mandaban en sus casas, que se hacían cargo de sus hijos y que tomaban las decisiones sin preguntarle a nadie. A veces siento que el feminismo juega al empate, pero estas mujeres no estaban ni ahí con empatar. Te tomo, te hago a un lado y sigo avanzando. Tengo ese aprendizaje: acá se sale adelante y se sale adelante.
Soy sicólogo de la Arcis, he trabajado en espacios comunitarios y privados; en la implementación de los Centros de Violencia Intrafamiliar del Servicio Nacional de la Mujer (Sernam); en la Corporación de Asistencia Judicial y fui profesor durante seis años en dos universidades estatales. También tuve un cáncer a los huesos, a los 30. Cuando mi mamá supo, dejó San Antonio y se instaló en mi departamento en Santiago. Durante un año me cuidó, se preocupó de que tomara cada uno de los medicamentos y me acompañó a cada una de las quimioterapias. Fue una reconciliación, como un segundo parto. Hace un tiempo me compré unas parcelas en las rocas de Santo Domingo y las puse a su nombre. Eso de que el instinto de madre lo traspasa todo es un mito, mi mamá tenía la opción de abandonarme, pero no lo hizo, ni a los 5 ni a los 30. Eso basta para sentirme agradecido y orgulloso, viniendo de cualquier oficio o profesión”.
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