15/06/2016/EL PAÍS
Los delitos prescriben pero las víctimas no. Los fantasmas de un niño que sufrió abusos sexuales en un oscuro internado vuelven muchas noches a visitar al jubilado que es ahora; hay quien no pudo nunca rehacer su vida con una relación de pareja y otros que se sienten en paz si un obispo les confirma que ningún Dios amparaba aquellas torturas. Fueron humanos, de carne y hueso, los que durante décadas machacaron la infancia de miles de niños recogidos en internados franquistas donde no había más ley que las palizas y el adoctrinamiento mediante el maltrato.
Los delitos que se cometieron allí no traspasaban los muros. “Eran niños desvalidos, huérfanos, hijos del pecado, de familias sin medios para sacar la prole adelante. El régimen creaba la situación de vulnerabilidad, con padres en la cárcel, fusilados, madres solteras repudiadas, pobreza… y después hacía propaganda con la protección de la infancia en aquellos centros de auxilio social donde muchos fueron torturados”, resumen los periodistas de la televisión catalana TV3 Montse Armengou y Ricard Belis, que todavía se asombran de la “ausencia de revanchismo, la capacidad para formar familias y ser amorosos con ellas y del ejercicio de generosidad de los afectados”, que han contado su historia para un documental y un libro cuando algunos no habían podido aún confiar el trauma sufrido a los más íntimos.
‘Los internados del miedo’ (Editorial Now books) recoge las penurias inconfesables de aquellos niños y delata a sus agresores, los que vestían sotana y los funcionarios que haciendo dejación de sus funciones permitieron que el delito fuera una forma de vida consagrada por Dios. Armegou y Belis recogen en este volumen con detalle historias que quedaron incompletas en un exitoso documental emitido el año pasado.
Como el que pone rombos a la película, los autores advierten de antemano de que las historias que se narran en el libro no recogen los terribles usos pedagógicos de la época, las palizas que a veces se daban en la propia familia. No. “Eran niños a los que quemaban sus partes o les ortigaban por haberse meado en la cama, o niñas obligadas a comer su propio vómito, el que le produjo una comida asquerosa. Algunos murieron de palizas, pero simplemente desaparecían del centro después de que sus compañeros hubieran presenciado como un mal golpe lo estrelló contra la pared y cayó inconsciente, o como un baño de dos horas y media en agua helada en pleno invierno casi acaba con la vida de una niña a la que sacaron de color azul del lavadero”, cuenta Armengou. Y sentencia sin ambages: “tortura”. Con datos médicos, el libro demuestra como alguno de aquellos chicos fueron utilizados para experimentos médicos.
Y todo ello recaía casi siempre en los mismos, en los hijos de los represaliados políticos, en los de madres solteras, los más desprotegidos. Sin red familiar a la que aferrarse, algunos de aquellos internos tejieron amistades de sangre que perduran hoy día. Se reencuentran para tomar café y olvidar las miserias, o las recuerdan por escrito, en un ejercicio de terapia compartida, con los medios digitales de estos tiempos.
“Lea usted mi blog, ahí está todo”, dice José Sobrino, remiso a hablar en un primer momento, a recordar otra vez, en esta ocasión por teléfono, el sufrimiento de antaño. Pero después se arranca y ya no hay quien lo pare, se desborda, se desahoga, como en un ejercicio oral de venganza que, en realidad, ni pide ni quiere ejecutar.
Ni la Iglesia ni el Estado han pedido perdón por el maltrato en centros públicos y religiosos
El niño José, después de aguantar los abusos y maltratos de algunos curas en el colegio San Fernando de Madrid, fue vendido por 100.000 pesetas a un hombre de León que se lo llevó de criado para su vaquería. “¿Que si tengo pruebas? Pero si yo estaba en la habitación de al lado cuando don Fernando Bello negociaba con él. Me vendieron como a un esclavo a los 12 años y al poco tiempo el amo me dio una paliza que me rompió la ceja y el tabique nasal, que se me quedó así para siempre. ¿Por qué? Por nada. Me encontró en el monte, en un camino donde no le gustó que estuviera. Nada más. Las palizas eran constantes. Estaba tan triste, amargado y humillado que no quería vivir. Que me pegue un día un golpe mal dado y me quede en el sitio, era lo que quería. Ese Dios que dicen los católicos que hay, yo ni le he visto ni me ha escuchado”, asegura.
Aquel internado de San Fernando dependía de la Diputación de Madrid, por eso José Sobrino exige al Estado que pida perdón por todo aquello que se toleró. “La dictadura hizo bien su trabajo de represión, de adoctrinamiento y olvido. Es la democracia la que lo está haciendo mal”, aseguran los autores del libro. “Esto ya no es una democracia joven, no se puede esperar más a que pidan perdón, esto llegó hasta entrados los ochenta antes de que se le pusiera remedio”, insiste Belis. Y ambos recuerdan cómo en un documental suizo parecido que se presentó junto al suyo en un festival francés, la primera imagen era un representante estatal pidiendo perdón a todas las víctimas y reconociendo el horror al que fueron sometidas.
Ángel Niella estuvo internado cinco años en aquel centro de San Fernando de donde vio partir un día a su amigo José. Ambos estaban hartos del cura que los colocaba en una butaca a su lado, antes de proyectar la película. “Yo hacía faenas para estar castigado para no ir a aquel cine” donde el cura tenía las manos más largas que nunca cuando se apagaba la luz, recuerda José Sobrino.
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